CERTÁMENES

XI CERTAMEN JOVEN DE RELATO CUENTOS Y SECRETOS 2025

Desde 2015 buscamos talento joven. Este año te retamos a que escribas, construyas una historia que nos apasione y, además, que contenga un gran secreto. ¿Te animas? Si tienes entre 12 y 18 años, vives en la Comunidad de Madrid y lo tuyo es crear historias, no lo dudes. Participa en el XI CERTAMEN JOVEN DE RELATO CUENTOS Y SECRETOS.

Nos acompaña ACE, la Asociación Colegial de escritores y escritoras de España y el  IED, Instituto Europeo de Diseño de Madrid.El jurado está compuesto por la escritora Eva Losada Casanova, la traductora y poeta, elia Maqueda, la ganadora del X certamen, Adriana Agueros y dos docentes de La plaza de Poe. 

El domingo 14 de septiembre a las 21h quedará cerrada la recepción de obras 

Si ganas, quedas finalista o seleccionado, participarás en una nueva edición de la colección JÓVENES AUTORES. al ganador y finalista les otorgamos un beca de estudios en CREACIÓN LITERARIA para que escribas y te formes en La plaza de Poe. ¡¿No lo vas a intentar?!

Más de diez años fomentando la escritura entre los jóvenes. Más de 18 becas de estudio y premios.

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XI CERTAMEN JOVEN DE RELATO

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A partir del 15 de septiembre, lee con atención cada relato y vota.

Tienes hasta el 28 de octubre para votar. Recuerda que valoramos la originalidad, la fluidez de lectura, la composición, estructura, riqueza de lenguaje, ortografía y, sobre todo, que nos emocione. 

El fallo del certamen se comunicará la primera semana de octubre en nuestra NOCHE POE.  Se hará a través de nuestros canales de comunicación, los canales de la Asociación  de Escritoras y Escritores de España y la IED de Madrid. 

El voto público constituye un 10% del voto final. El jurado está compuesto por la escritora Eva Losada Casanova, la traductora y poeta Elia Maqueda, dos docentes de La plaza de Poe y la ganadora del pasado certamen, Adriana Agüeros. 

El autor o autora del relato ganador, recibirá una BECA de 300 euros para estudiar en La plaza de Poe y  verá su relato publicado. El autor o autora finalista, recibirá una beca de 180 euros y  verá su relato publicado.

relato 1

COLECCIONISTA DE SECRETOS

 

Impotencia.

Ese sentimiento que llega cuando sabes que, por más que quieras, ya no puedes hacer nada.

Me llamo Sod, tengo 12 años, y estoy muerto. 

Esta historia empezó cuando no era nada más que un crío. Tenía cuatro años, cuando mis padres me confesaron que iba a tener un hermanito. Me hicieron prometer que no diría nada a nadie. Ellos ya se encargarían de contárselo al resto de la familia, cuando mi madre y el bebé estuvieran fuera de peligro. Pero esa es otra historia.

Cuando me enteré de que era la única persona a la que le habían confiado esa información, sentí algo nuevo. Me encantó.

A partir de ahí, todo cambió.

Me empecé a “obsesionar” con los secretos de la gente. Quería volver a sentir esa confianza. Esa mirada al saber que no le contaría nada a nadie. ¡Ni aunque me amenazasen con cosquillas!

Entonces cometí un error del que ahora me arrepiento: empecé a intercambiar favores a cambio de secretos.

Sabía que era una locura, pero todo mi ser me empujaba a hacerlo.

Según la importancia del secreto, decidía si el favor valía la pena o no.

Me enteré de cosas graciosas, tristes y hasta misteriosas:

“A veces, cuando estoy solo, me como los mocos”, me susurró el matón de clase.

“Me he peleado con mi hermana mayor, ¡Es que es insoportable! ¿Te vale con eso, Sod?” me preguntó la empollona.

“Oigo voces. En serio. Están en mi cabeza a todas horas y cuando me voy a la cama, gritan” me confesó mi mejor amigo. Esta última confesión todavía me persigue. 

A cambio, he tenido que hacer deberes de matemáticas, pasear un perro durante dos semanas, colarme en la sala de profesores a robar un examen…

Todo iba bien hasta esa mañana.

Estaba tirado en el césped mirando el atardecer desde lo alto de una colina.

Una chica de pelo castaño y ojos negros, con una sonrisa nerviosa, se acercó.

Se tumbó junto a mí, tan cerca, que pude sentir cómo temblaba.

No dejó de mirar el atardecer ni un momento.

—Es precioso, ¿Verdad? —me preguntó como si nos conociéramos de toda la vida.

Me limité a asentir con la cabeza.

Nos quedamos un rato en silencio, contemplando cómo el sol se escondía tras las casas del pueblo.

—¿Tú eres el niño que cambia favores por secretos? —volvió a preguntar, con curiosidad.

Me extrañó que esa chica me conociera, y más, que supiera a lo que me dedicaba.

En vez de responder, decidí cambiar de tema.

—¿Y tú, quién eres? —le pregunté, examinándola. Su pelo castaño le caía como una cascada sobre los hombros, y sus ojos negros seguían clavados en el horizonte.

—¿Acaso importa? —por primera vez, me miró—. Perdón, estoy un poco nerviosa. —Hizo una pausa y bajó la mirada—Si te cuento mi secreto, ¿me harás un favor?

Me lo pensé un poco antes de responder. Por ahora, todos los secretos habían sido recompensados con un favor. Pero a lo mejor esta niña me contaba una tontería de secreto y me pedía la luna. Aunque por esos ojos… al menos me lo pensaría.

Una cosa eran mis amigos, de quienes me gustaba saber cosas… y otra muy distinta esta niña. Si me había estado buscando, lo más probable era que quisiera algo importante.

—Depende del secreto. Si me cuentas algo sin importancia, como que el año pasado tuviste novio durante un día… el favor no será más que subirte la botella de agua a casa.

—Tranquilo. —me respondió con una sonrisa, y esos dos hoyuelos que se le formaban—. El secreto es bueno. Pero tienes que prometerme que me harás el favor que yo te pida… si no, no puedo contártelo.

Asentí con la cabeza.

—Mientras el favor no perjudique a mi familia ni a mis amigos, todo bien.

—Perfecto —la chica dejó de sonreír y me miró seria—. He matado a mi padre.

Me empecé a reír.

No conocía a la chica, pero ya me caía bien. Desde luego, tenía el humor negro que le faltaba al pueblo.

Aunque bromear con algo así…

La chica me miró como si me faltara un tornillo.

—¿De qué te ríes? —luego me miró sorprendida—. ¿Te esperabas un secreto más potente? Pensaba que eso sería suficiente…

Dejé de reír y la miré. Ella me devolvió la mirada con una expresión que no supe descifrar.

—No irás en serio, ¿no? —ella asintió—. Esto tiene que ser una broma. ¿¡Cómo que has matado a tu propio padre!?

Algo dentro de mí se movió, y sentí que mi vida no iba a ser igual.

—Tranquilízate, tampoco es para tanto… Además, estaba justificado. Era un borracho que maltrataba a mi madre. No se merecía seguir viviendo.

—¿¡Que no se merecía seguir viviendo!? ¿Tú te estás escuchando?

Una lágrima brotó de los ojos de la niña y desvió la mirada.

En ese momento no sabía si gritarle, consolarla o irme de allí.

No hice nada. Simplemente me quedé quieto, viendo cómo la chica lloraba.

Al cabo de un rato, se secó las lágrimas con el dorso de las manos.

—Siento meterte en este lío, pero… no tenía a quién contárselo. Mi madre está en el hospital, inconsciente por una paliza que le dio. Cuando se la llevaron, decidí que esto no podía seguir así. Entonces, vi la pala, y supe que era la única solución…murió

La observé intentando entenderla. Qué diferentes pueden ser las personas. Tan diferentes como para que ella viera normal haber matado a alguien.

—Bueno —dije, intentando olvidar todo lo que me había contado y cumplir mi parte del trato—. ¿Cuál es el favor?

—Que me ayudes a esconder el cadáver.

¿¡Qué!?

No. No pensaba hacerlo.

Después recordé mi promesa… y mi mundo se derrumbó.

Las promesas, al igual que los secretos, eran sagrados.

Y entonces, la sentí.

Esa impotencia al darme cuenta de que no podía hacer otra cosa que seguirla.

Esa impotencia por ver un cuerpo muerto sin poder revivirlo.

Esa impotencia, por haber expresado en voz alta que pensaba denunciarla, aunque la policía no pudiera hacer nada.

Y esa última y cruel impotencia, al sentir como el hierro de la pala se clavaba en mi cráneo.

 Antes de poder huir. 

Antes de poder salvarme.

relato 2

El secreto tras su mirada 

 

 

El primer mensaje llegó por Instagram un lunes por la tarde, justo cuando estaba llegando a casa: 

“¡Hola! ¿Qué tal? Me llamo Lara y me voy a mudar de ciudad el mes que viene. He visto en tu perfil una foto tuya en el que va a ser mi nuevo instituto, y he pensado que no me vendría mal conocer a alguien antes de llegar. ¿Hablamos un rato?” 

Dudé un buen rato si responder o no. Había sido muy educada, pero no entendía por qué de todas las personas a las que podía escribir había recurrido a mí. Aún así, terminé contestando: 

“¡Hola! Un placer. Supongo que ya lo habrás visto en mi cuenta: me llamo Emma. ¿Y bien? ¿De qué te apetece hablar?” 

Ese fue el primer mensaje que le envié…el primero de muchos. 

Desde entonces hablé con ella de todo: del instituto, el pueblo, mi familia… incluso le conté algunos de mis secretos. Con el tiempo, Lara se volvió alguien especial y, aunque no la conocía aún en persona, ya se había ganado mi confianza. 

Solo había un problema: esa confianza no era mutua. 

No sabía si era por su forma de ser. Quizás simplemente era tímida y le costaba abrirse… Además, sentía que se guardaba cosas. Aun así, no quise preocuparme. Al fin y al cabo, ya quedaba poco para conocernos en persona. 

Tranquila, será fácil reconocerme, voy con una camiseta rosa chicle.”

Aunque me envió ese mensaje la primera mañana de clases, me costó encontrarla entre tanta gente. Al final del pasillo, con la mirada perdida entre tantos alumnos, estaba una chica morena, de pelo liso y ojos azul clarito tan impresionantes que podrían llamar la atención de cualquiera. 

—¡Hola! ¿Eres Lara? —pregunté. 

—Sí, y tú supongo que eres Emma. 

—Efectivamente. Encantada de conocerte. Tenía muchas ganas de verte ya en persona y, ¡qué ojazos tienes! 

—¡Gracias! Yo también tenía ganas de conocerte. Las clases empiezan en un cuarto de hora, ¿te da tiempo a enseñarme el instituto? 

—Claro, sígueme. 

Los pasillos estaban repletos de estudiantes. Algunos se saludaban, otros se reían y otros, simplemente, charlaban. Lara parecía observar todo con atención, aunque seguía manteniendo cierta distancia conmigo, como si algo dentro de ella la inquietara. 

—¿Y qué tal te va con la mudanza? —pregunté para romper el hielo. 

—Pues… es raro —respondió, mirando al suelo—. He dejado toda mi vida atrás para empezar de cero. Pero también estoy ilusionada. 

Noté que evitaba mirarme a los ojos cuando hablaba, y eso me hizo preguntarme qué ocultaba.

Al final solo me dio tiempo a enseñarle la biblioteca antes de la primera clase. El timbre no tardaría en sonar y mi amiga Victoria ya estaba esperándome en la puerta. 

—¡Hola, Emma! 

—¡Hola, Vicky! Te presento a Lara. Lara, esta es Vicky, la amiga de la que te hablé un día. 

—Encantada de conocerte —dijo Victoria, con una sonrisa mientras miraba a Lara. 

—El placer es mío. Emma me ha hablado de ti. Sé que sois amigas desde hace tiempo… Desde segundo de primaria, creo recordar. 

—Pues sí que lo recuerdas bien, sí —respondió Vicky, sorprendida—. Por cierto, qué ojos más bonitos tienes. Me suenan mucho, aunque supongo que es porque muy poca gente los tiene. 

—Gracias —se limitó a decir Lara. 

Entonces sonó la campana, cortando de golpe la conversación. 

—Bueno, entremos antes de que la profe nos regañe —dije. 

Mientras cruzábamos la puerta del aula, no pude evitar mirar de reojo a Lara. ¿Cómo sabía exactamente desde cuándo éramos amigas Vicky y yo?… No recordaba habérselo dicho nunca. ¿O puede que sí?

—Buenos días a todos. Hoy vamos a dar las características de la poesía renacentista. Abrid el libro por la página ciento trece. 

La clase se me pasó bastante rápido y, al terminar, Lara me dijo que se iba un momento al baño. 

—¿Cómo has tardado tan poco en ir al baño si no sabías dónde estaba? – le pregunté cuando volvió. 

—Me he encontrado a Vicky en el pasillo y le he preguntado a ella. Ha sido muy agradable conmigo. – me respondió Lara. 

—Me alegro de que te haya caído bien. Y ahora prepárate: toca matemáticas con el tutor y, cuando hay alumnos nuevos, le gusta que se presenten. ¡Así que piensa algo rápido para contar! Y no te pongas nerviosa. Ahí viene. ¡Suerte! 

Por la cara de Lara, no le hacía mucha gracia tener que presentarse. De hecho, de camino a su sitio me pareció que su idea inicial era salir de clase, pero la llegada del profesor se lo impidió. 

—Vicky, ¿Lara te ha preguntado antes dónde estaba el baño? —pregunté mientras nos sentábamos en nuestras sillas. 

—No, ¿por qué? 

No me dio tiempo a responderla antes de que el profesor comenzara a hablar. 

—Buenos días. Como ya os habréis dado cuenta tenemos una nueva alumna en clase. Claudia, ¿nos harías el favor de presentarte?

¿Claudia? ¿Cómo que Claudia? 

Me quedé paralizada. El mundo a mi alrededor seguía en movimiento, pero yo ya no escuchaba nada. Sentí como si algo invisible me aplastara el pecho, impidiéndome así respirar. 

Lara no era Lara, era Claudia, la misma chica que en su día fue mi mejor amiga y me traicionó. Me abandonó en el momento que más lo necesitaba. No tenía a nadie más. Me quedé sola. 

Hace años una compañera del instituto se cayó por las escaleras y acabó con una lesión grave. La ingresaron durante un mes entero. Alguien dijo haberme visto empujarla después de una discusión. Todos se lo creyeron. Nadie preguntó por mi versión. Cuando dieron el alta a la chica ella misma confesó que nadie la había empujado: ella sola se había tropezado. 

Pero ya era tarde, ya todos me habían dejado de lado. Todos, incluida Claudia. 

Años después por fin había conseguido rehacer mi vida. Tenía nuevas amigas y ya nadie se acordaba del pasado. ¿Por qué había vuelto ahora? ¿Cómo había podido mirarme a los ojos y fingir que no me conocía? Y, ¿cómo no la había reconocido hasta ahora? 

Cuando conseguí reaccionar me levanté de mi silla y salí corriendo hacia la puerta. Antes de conseguir huir alguien me agarró de la muñeca… 

—Lo siento, Emma… Sé que nunca podrás perdonarme por abandonarte, pero solo quería volver a ver tus ojos sin rencor y acordarme una última vez de cómo eras antes de odiarme…

relato 3

LA VIDA CON SABOR A CULPA

 

 

A veces los recuerdos nos ayudan a vivir el presente, otras veces nos enfrascamos en ellos, sin embargo, los recuerdos siempre traen consigo dolor, por el hecho de que son recuerdos y por tanto sólo siguen vivos en nuestras mentes.

La noche se cuela en mi despacho dejándome en una oscuridad sofocante. Inspiro una honda bocanada de aire dejando expandir mis pulmones llenándolos de vida antes de que el recuerdo de la muerte venga a mí como una fugaz estela de dolor. De nuevo ese secreto, ese espantoso secreto que me debilita día tras día y que guardo en lo más profundo de mi alma.

El ardor en la garganta tras varias copas de whisky no me libra de mis pensamientos. En contra de mi voluntad ebria, me levanto del sillón para reponer mi copa. Apenas la sostengo, tiembla entre mis dedos y cae al suelo  provocando un estruendo ensordecido por la alfombra. Cientos de cristales diminutos dibujan bellísimas formas florales que invitan a mi mente a recordar las rosas del jardín de Isabel.

Isabel… Hermosa de entre cuantas hubo, la persona que más me ha amado y la que, sin quererlo siquiera, más he amado yo. 

Con cada recuerdo, mi rostro se humedece, mi cuerpo se estremece y mi corazón tiembla en un pecho hueco y vacío condenado a vivir con el secreto y la causa de mi desdicha. Tengo agujas clavadas en el alma y un corazón de fachada que la protege.

Deseo gritar, ¡Oh, desearía poder hacerlo de una vez por todas!, y así ahogar las podridas entrañas de mi alma. Retiro la vista de las flores acristaladas y doy unos pasos torpes  hasta la cómoda del despacho, donde abro uno de los cajones. Mi mano entra en contacto con el revólver. Lo acaricio y lo ahueco en mi mano. Aunque está helado, pronto me acostumbro a su frialdad metálica, y detenidamente descifro con pena su pequeño tambor de cinco balas donde solo quedan cuatro. Sostengo el arma. Estoy de nuevo en aquel día.

Me encontraba en este mismo despacho, con mi revólver predilecto entre las manos, haciendo que el giro de su cilindro chasqueara en el silencio de la sala. Centrado en mis tareas, un rayo de luz se dibujó sobre mis papeles haciéndome dirigir mi atención a la ventana de la que procedía. Guardé la pistola en el bolsillo interno de mi chaqueta y me levanté para apreciar los frondosos jardines con que contaba mi hogar. Y allí estaba ella, Isabel, mi esposa y compañera, podando uno de sus rosales.

Decidí tomarme un descanso en mi labor y hacerle una visita. Me dirigí hacia el exterior divisando desde lo lejos la majestuosa imagen que se cernía ante mí. La mujer más bella de la ciudad, y ahora mi esposa, cortaba con delicadeza los tallos marchitos de las rosas, sus rosas, que yo había mandado plantar en la casa apenas celebrada nuestra boda para su disfrute. Nada como la jardinería la llenaba de tal felicidad. Caminé despacio hacia ella, tratando de capturar esa escena en la eternidad.

—Buenos días —Me saludó, cortó una flor y la prendió de la solapa de mi chaqueta.

A modo de respuesta, yo le acaricié el vientre, donde crecía el hijo que tanto tiempo aguardamos. Ella reposó sus manos sobre las mías entrelazando nuestros dedos.

—Guardaré esta flor en mi despacho —dije señalando con el mentón el obsequio— Para poder verla a diario y que me recuerde a ti.

—Me parece bien, pero solo con una condición —Me ofertó sonriente —Hazla secar para que dure eternamente.

—Las flores secas son hermosas, pero son el reflejo de una muerte silenciosa. Prefiero regarla a diario y ver cuán viva permanece.

—¡Pero se marchitará! Si la secas, pues, siempre parecerá viva.

—Pero no lo estará.

Nos sostuvimos la mirada unos segundos, cuando un crujido tras el rosal a nuestra espalda nos asustó. Nos giramos para ver cómo algo se acercaba a nosotros lentamente aunque delatado por el sonido de la hojarasca. Isabel se colocó tras de mí, y un grito de terror quebró su garganta cuando empuñé el revólver de mi chaqueta.

Apunté ciegamente sin saber aún lo que se escondía entre las ramas. Me sudaban las manos, y mis dedos temblorosos y torpes agarraban el arma.

De repente, un nuevo crujido a mi espalda. Muy cerca. En una fracción de segundo mi cuerpo giró sobre sí mismo. Mis dedos temblaban y sin darme apenas cuenta, apreté el gatillo.

Isabel estaba frente a mí, y un ardiente arma se interponía entre nosotros.

Un segundo, solo un segundo entre la vida y la muerte, entre un asesino y yo, entre una familia y la soledad. Un segundo fue suficiente para maldecir mis manos temblorosas y llevarme al infierno por matar a mi esposa y a mi hijo de un maldito disparo.

Su mirada atrofiada, enfrascada en un rostro de cristal, inerte.

El revólver ardiendo en mi torpe mano, humeante. Me quemaba, igual que ahora, su recuerdo me quema el alma.

No soy capaz de apartar el recuerdo. Con el arma en la mano, vuelvo a dirigirme a mi asiento, tambaleándome, y me dejo caer sobre él.

¿Por qué? ¿Por qué yo, Señor? ¿Acaso merezco cargar con esto?

Me digo que jamás se lo contaré a nadie. Me digo que este será el secreto que colme mi existencia. Me digo que nunca saldrá a la luz.

Asesino. ¿Lo soy? Ya no lo sé. Fue un accidente, un mísero accidente que acabó con mi familia y conmigo al mismo tiempo.

Alzo entonces la vista hacia la rosa disecada que se cierne en un jarrón sobre la mesa. Rozo sus pétalos con los dedos, acariciándolos, pero están fríos; trato de inhalar su olor, pero es inexistente. La flor murió con ella.

Las flores secas son hermosas, pero son el reflejo de una muerte silenciosa.

En eso me he convertido yo, en una flor seca, tan llena de espinas que ni siquiera la muerte puede rozarme.

relato 4

Yo, ¿un rey?  de Negro

 

 

Siento mis pies entre unas sábanas blandas, cubiertos por una manta. Mi cabeza reposa sobre una almohada dura que me impide hundirme. Estoy tumbado boca arriba. Mi mano derecha permanece inmóvil: un apósito la presiona, inmoviliza una pequeña vía conectada a una bomba de medicación. Intento deslizar los pies. No puedo. Algo me lo impide. 

Abro los ojos. Una luz blanca me ciega. Parpadeo. Duele. 

—Se está despertando —escucho. 

¿Quién se está despertando? ¿Dónde estoy? 

Alzo la vista. Intento moverme, pero no lo consigo. Unas cintas anaranjadas me sujetan: muñecas, tobillos, torso. 

Me agobio. Grito. 

—¡¡SACADME DE AQUÍ YA!! —ordeno. 

Entre patadas, gritos e intentos de mover la cabeza, llegan enseguida. —Ponedle un miligramo de lorazepam. 

—Voy. 

—¡SOLTADME! 

Una aguja se clava en mi brazo. Los músculos se relajan. Me duermo. 

Horas más tarde, recupero la conciencia. Estoy más tranquilo, pero igual de perdido. 

—Buenas tardes —dice un hombre. Un doctor. 

—¿Sabes dónde estás? 

—En un hospital —respondo. 

—¿Pero dónde, geográficamente? 

—No sé… —miro la habitación buscando pistas. 

—¿Cómo te llamas? 

Silencio. Mi respiración se vuelve irregular. Las piernas se agitan solas. Intento encontrar algo tan simple —tan confuso— como mi nombre. —No… —susurro—. Sé… —lloro. 

—Tranquilízate. Seguimos más tarde —responde. 

—¿Qué me pasa? 

—Esta tarde —añade, saliendo. 

Me quedo solo, en una habitación de hospital, asustado y confuso. Ya no estoy atado. Intento incorporarme. 

—Hay un mando para inclinar la camilla —dice una médica entrando. La miro de reojo. 

—Soy Alicia, tu otra médica. 

—¿Dos médicos? 

—Cuatro ojos ven mejor que dos —sonríe—. ¿No crees? 

—Supongo… 

Me enseña un dispositivo para cambiar la posición: más elevado, más recto… opciones que ni imaginaba. 

—¿Qué me pasa? —repito. 

—David —suspira—, tuviste un accidente. Por la caída sufriste una contusión cerebral. Te operamos de urgencia. El derrame afectó al lóbulo temporal. Llevas días durmiendo. Es normal que no recuerdes nada. 

—¿Me llamo David? 

—Sí —responde—. Tienes 22 años y no tienes familia. 

—¿No tengo familia? ¿Qué estudié? ¿Cuándo recuperaré la memoria? —me impaciento. 

—David, respira conmigo. 

La puerta se abre. 

—Buenas tardes, campeón. ¿Tienes hambre? —dice un hombre con una bandeja. 

—Ese es Jorge, tu enfermero —añade Alicia. 

—Afirmativo, doctora. Estoy a vuestro servicio —dice Jorge—. Solo tienes que pulsar el botón rojo. 

—Gracias… —murmuro. 

—Te dejamos comer tranquilo. Más tarde vendrá el doctor Ramón. Inclino la cama para comer más recto. La cuchara es fría y dura. Revuelvo la sopa, insípida, sin rastro de sal ni apetito. Pienso en mi familia. Sería raro desaparecer y que nadie me eche de menos. No sé de dónde vienen estos pensamientos: imaginación, intuición, sueños. Lo que más me perturba es la cuerda. Nunca se ata a un paciente, ¿no? 

Mientras como, escucho: 

—David, empieza. Tienes que comértelo todo. 

Era Jorge. Sin estar presente, sabía lo que hacía. 

Observo la habitación. Me levanto y voy al baño. Silencio. Algo no va bien, y desde luego, no me lo van a decir. 

Vuelvo a sentarme en la cama. Intento cambiar de posición, pero sin gran resultado. Esta vez observo las esquinas de la pared. Durante medio segundo me detengo en un punto negro. No pondría la mano en el fuego, pero parece una cámara. 

—¿Cómo vas con la comida? —entra Jorge. 

—Bien. 

—Te traigo la medicación. 

—¿Más? ¿Puedo no tomarlas? 

Silencio. 

—Tómatelas. No pongas las cosas difíciles. 

Me asusto. 

—Mira, ya viste la cámara. Sabes que algo no va bien. Haznos el favor: no lo compliques. 

—No quiero tomarlas. 

—Alicia es maja, sí, pero te aconsejo que hagas caso a Ramón —finaliza antes de marcharse—. Después vengo a que te las tomes. 

Cierra la puerta. Hay una minúscula ventana tapada con cartón, que impide ver el exterior. Tengo que salir de aquí. 

—Buenas tardes, David —entra Ramón—. ¿Cómo estás? 

—Bien —respondo seco—. ¿Cuándo puedo irme? 

—¿Y esas prisas? —suspira—. En este hospital no se permite el alta voluntaria.  

—Quiero marcharme. 

—David, no intentes salir, porque te aseguro que no lo conseguirás —se ríe—. Si no colaboras, nos obligarás a atarte. 

Las paredes parecen encogerse. El aire desaparece. Cierro los ojos. Mi respiración se acelera hasta que no veo nada. 

—¿Cómo estás ahora? —Alicia me despierta.  

—¿Puedo ir al baño? —susurro a Alicia. 

—Sí. Te desato, salgo un momento y luego tendré que atarte. Me levanto rápido y entro al baño. Me siento en el suelo. Escucho tras la pared:  

—No tendrías que haberlo soltado. No te hagas su amiga. 

—Está asustado. Lo que le hicimos acabó con su memoria, y no era el objetivo. 

—Efectos colaterales. Lo importante es que no va a conseguirlo. —Pero nos pasamos. El objetivo era que no heredase la corona y que la monarquía desapareciese. 

Mis ojos se abren como platos. 

—Entra y átalo de nuevo —ordena Ramón. 

Me mojo la cara con agua fría. “¿Yo, rey?”, pienso. Casi imposible.  ___ 

—Buenos días, Daavidd —saluda Jorge—. Te dejo el desayuno. Entre las galletas hay un papel: “Se nos fue de las manos. Solo queríamos que la monarquía cayese. Ramón no es médico. Ni yo enfermero. Perdón.” Pulso el botón rojo. 

—Explícame esto. 

—¿No recuerdas nada? —suspira—. Esta noche, a las ocho, desmáyate. Se marcha. 

Inclino la cama. Cierro los ojos. 

—¿David? —dice Ramón—. ¡Alicia, que no respira! 

—¡Te dije que era mala idea! —grita Alicia. 

—Nos lo llevamos a un hospital de verdad —añade Jorge—. Esto se acabó. Siento cómo nos movemos. 

—No te levantes —susurra Jorge—. Te has salvado tú, pero también nosotros. 

Me despierto en una cama enorme, con ventanales y alfombra. Un hombre alto se acerca: 

—Lee esta carta. 

La abro: “Buen trabajo. El heredero del Rey estaba amenazado. Por tu similitud con él, te contratamos. Finalmente fue raptado su doble: tú. Gracias, Luis, por transformarte en David. Te cubrimos los gastos de por vida.” Esta vez no fingí desmayarme. Perdí el conocimiento de verdad.

relato 5

Genuina Curiosidad

 

 

Estamos enfrentadas en la misma mesa. A pesar de nuestra afinidad, realmente he revelado un secreto vedado. 

Adelina y yo compartimos una mirada perspicaz: ojos azul claros y grandes saltones. Nuestra melena morena nos diferenciaba de mamá, pero Adelina decidió este año cortarse el pelo por encima de los hombros y pintarlo de aquel rubio que nos acogió en nuestra infancia. 

Ella es una de esas prestigiosas abogadas que viven en un chalet en Aravaca. Iván y Pablo son frutos de su matrimonio. Su marido es también abogado, aunque carezco de conocimientos sobre su historia de amor o de su nombre. Supongo que están enamorados. En cambio, yo vivo en un pequeño apartamento en el centro de Madrid. Trabajo dentro de la industria musical y no he tenido tiempo para enamorarme ni para “sentar cabeza”.

Nos separan menos de dos años, pero muchos afirman que podrían ser diez. La coartada principal para apoyar esta afirmación es la responsabilidad y sabiduría de Adelina. 

Desde que mamá falleció el año pasado, no he visto a Adelina. Supongo que ha sido complicado para ella, pero desde que se fue de casa a los 22 años no hemos tenido mucho contacto. Después de largas meditaciones, constantes dudas y asumir posible arrepentimiento, la he invitado a cenar a mi humilde hogar. Tras una larga semana de incertidumbre, aceptó la propuesta. 

Aquí me encuentro, contemplando mi comedor. El suelo es de madera, las paredes son marrones y el techo es blanco. La mesa se ubica en una esquina del salón, ya que en el centro localizas el televisor y el sofá de cuero. He pedido pizzas, debido a que no gozo de habilidades culinarias (aún). Adelina habría preparado una pasta carbonara de tres estrellas Michelin, pero supongo que se conformará con mis pizzas luego de cortar el contacto con su hermana durante 4 años. Siento que formuló demasiadas suposiciones sobre una persona que conozco mejor que a mí misma. Es más, es incluso una versión mejorada de mí misma. En realidad, se podría decir que soy la versión defectuosa —tal y como diría mamá— de Adelina. 

Observo las pizzas con expectación. ¿Aún le gustará la pizza margarita? Debí haber pedido sushi. Debí haberme puesto unos pantalones de traje en vez de este largo vestido negro con palabra de honor y la chaqueta vaquera. Debí haberme pintado las uñas en la peluquería y no en casa. Debía haber seguido sus pasos y no sería…-Han tocado el timbre. Es ella. 

Efectivamente, iba con un traje completo blanco. Tacones de punta negros. Pelo perfectamente liso y cuidado. Sigue siendo más alta que yo, pero puede ser porque yo estoy descalza. Al darse cuenta de la diferencia de calzado, se quita los tacones. Sí, sigue siendo más alta que yo

“¿Vamos a comer pizzas?” fue lo primero que musitó al entrar al comedor. Asenté con la cabeza, tenebrosa de que abandonara mi vivienda para alimentarse de forma apropiada; contestó con un “llevo sin comer pizzas desde que vivíamos juntas, no creo que me haga mal”. 

La cena prosiguió manteniendo un tono diplomático. Conversaciones monótonas. Iván va a empezar la ESO y Pablo, tercero de primaria. Ha ganado un nuevo caso esta semana, pero al igual que todas. Su marido (el cual sigo sin saber cómo se llama porque se refiere a este como su marido) está de viaje por trabajo en Londres. A pesar de lo aburrido que puede aparentar todo aquello, la misma cuestión que lleva presente en mi cabeza desde los 15 años acecha: ¿cuál es el secreto de esa tía? ¿Por qué lo hace todo bien? 

Adelina era perfecta incluso en los años en los que nadie era perfecto. No tuvo obstáculos para lograr nada en su vida porque ella en sí ya era todo un logro esencial. Podía ser desde bailarina hasta astronauta si quería. Yo no soy ningún desastre; he llegado a un punto imponente en mi vida profesional y tengo una pareja estable desde hace un año. No, no es “el marido”, pero visualizo un futuro con él. 

No, no es envidia hacia la hermana perfecta. ¿Cómo puede ser que ella sea el personaje del que hablan los libros de autoayuda al tratar su objetivo final? ¿Cómo puede ser que yo sea la que lea los libros de autoayuda? Debo abandonar el complejo de inferioridad, pero esto es de verdad genuina curiosidad. Lo más probable es que Adelina no me vuelva a contactar después de esta cordial cita. Así que decidí plantear la pregunta.

“¿Cuál es tu secreto?”

Este es el momento en el que el director de la obra audiovisual decide cortar el soundtrack y nos enfoca a las dos, mirándonos fijamente en cada punta de la mesa. 

“No sé a qué te refieres, Karina”. 

“Sí, sí lo sabes, porque no es la primera vez que te pregunto esto y no sería la primera vez que evades la pregunta”.

“No veo que te haga falta mi secreto”.

“Es genuina curiosidad”.

Si genuina curiosidad se traduce a la necesidad de querer dejar de sentir que soy un desecho natural: sí, es genuina curiosidad. 

“Mi secreto es que no tengo lo que tienes tú”

Con ese inesperado giro, no estaba captando qué tiene ella que no tenga yo. Mi mirada se tornó escéptica.

“Mi secreto es que no siento ningún tipo de realización. No siento felicidad. No siento conexión interespacial con mi marido, ni con mis hijos ni con el oficio. No siento emoción ni decepción. No estoy vacía, pero estoy perdida estando perfectamente dirigida. Mi sistema carece de pasión y motivación. Todos son deberes y responsabilidades para mí. Sufro de ansiedad si no logro lo que debo. Las piernas me tiemblan y las manos me sudan. Sin embargo, no logró formar con mis labios una sonrisa después de una victoria.” 

Mi cara ha desarrollado un rojo exorbitante. Adelina decayó en silencio poco después de soltar la última frase. Mirándome fijamente a los ojos, se ha levantado hacia el balcón de mi habitación. Mi mirada la perseguía, pero no la detuvo: su figura se desvaneció de la escena. Paralizada como si mi alma hubiera abandonado mi cuerpo. 

Un grito atronador cubre el edificio. Un muerto encontrado en mi calle y cuyo cadáver comparte mi apellido, pero no mis dudas.

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¡Gracias por votar!

El fallo del certamen se comunicará la primera semana de octubre en nuestra NOCHE POE.  Se hará a través de nuestros canales de comunicación, los canales de la Asociación  de Escritoras y Escritores de España y la IED de Madrid. 

El voto público constituye un 10% del voto final. El jurado está compuesto por la escritora Eva Losada Casanova, la traductora y poeta Elia Maqueda, dos docentes de La plaza de Poe y la ganadora del pasado certamen, Adriana Agüeros. 

El autor o autora del relato ganador, recibirá una BECA de 300 euros para estudiar en La plaza de Poe y  verá su relato publicado. El autor o autora finalista, recibirá una beca de 180 euros y  verá su relato publicado. 

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